Por Israel Martínez
Fotos Cortesía Ocesa Liliana Estrada
Los franceses de Air regresaron a la Ciudad de México por segundo año consecutivo, pero esta vez fue diferente. La atmósfera que flotaba en el aire, o la falta de ella en su show anterior en el Festival Hipnosis, era el ingrediente faltante para una experiencia inmersiva. Con su gira “Play Moon Safari” y la enigmática “White Box” como telón de fondo, se preparaban para ofrecer un espectáculo muy superior, y la anticipación ya se sentía.

El Ritual Antes del Vuelo
Las afueras del recinto no revelaban la magia que estaba por suceder. El panorama era el de siempre: unos cuantos fans dispersos, el murmullo de los vendedores ambulantes ofreciendo su mercancía no oficial, y los revendedores desesperados, intentando colocar los últimos boletos. Era el preámbulo mundano de una noche extraordinaria.

Al cruzar las puertas del Auditorio Nacional, el ambiente se transformó. El lobby era un hervidero de actividad. Largas filas serpenteaban hacia los puestos de cerveza, un ritual que más tarde cobraría sentido, facilitando un estado de ánimo relajado y abierto. Otra fila se formaba para aquellos afortunados que estarían frente al escenario, quienes recibían una pulsera como un pase a una dimensión sonora especial.
El Despegue Sensorial

El reloj marcaba las 9 de la noche. Puntuales, los integrantes de Air subieron al escenario y nos dieron la bienvenida a su universo. El espectáculo visual era un despliegue de luces que se movían y pulsaban al ritmo de la música, una coreografía lumínica que, en su complejidad, recordaba a las películas de animación japonesa. Era una tormenta de destellos que por momentos me hizo cerrar los ojos, no por temor a la parpadeante advertencia de “Los Simpson”, sino para intensificar la conexión con la música y dejar que la sinestesia se apoderara de mí.
La noche arrancó con un recorrido completo por su obra maestra, “Moon Safari”. Los ánimos estaban tranquilos, casi reverentes. A diferencia de otros conciertos, aquí la gente permanecía en sus asientos. Era un público en su mayoría sentado, pero no inmóvil. Se movían internamente, absortos en la experiencia. No era falta de disfrute; era una inmersión total. La mezcla perfecta de luces, sonidos e interpretación nos transportaba a otras realidades, a paisajes sonoros de ensueño donde el tiempo parecía desvanecerse.
Al final de cada pieza, una oleada de aplausos llenaba el aire, no como una simple felicitación, sino como un reconocimiento a la profundidad de cada composición. El público sabía que en cada nota había una realidad que no solo se escucha, sino que también se siente con todo el ser.
Tras finalizar “Moon Safari”, la banda se retiró brevemente del escenario, solo para regresar y continuar el viaje con más canciones icónicas. Ya era tiempo de un concierto así de magistral, de una banda que con su arte no solo toca instrumentos, sino que despierta los cinco sentidos y nos hace sentir lo que anhelan transmitir. Simplemente, grande Air.